Musa con los pies descalzos sobre la mesa, recostada sobre el sillón con una lata de refresco en la mano. Haciendo que mira la televisión, moviendo parsimoniosamente su mano libre por su muslo al aire. Con la camiseta de Pintor alzada hasta el ombligo, con el pelo aún sin peinar después de haber hecho el amor.
Pintor la observa mientras termina los bocetos para sus trabajos de la universidad. Pintor observa a la niña de Van Gogh en su sillón. Su mirada de cervatilla y sus pupilas de tigre. Sus manos hechas para pintar con acuarelas que siempre acaban manchadas de carboncillo. Ese metro sesenta de desastre humano. Aquel metro sesenta que se metía por las mañanas en su cama y le quería con locura en un espacio de uno cuarenta. Aquella niña que se convertía en muchacha entre sus brazos. Que estaba compuesta por faltas de ortografía y trazos de colores salidos del borde. Su Musa imperfecta. Aquella niña con tanta hambre de mundo, con las ganas encerradas en su interior, que tarde o temprano acabarían estallando. A veces se preguntaba cuánto de su niñez quedaba en ella. Cuánto faltaría para que ya no quedara más. Cuánto faltaría para que un día, cuando él abriera la puerta, ella saltara por la ventana.