Emilio. – Negó Lunattic, con los ojos escondidos tras las lágrimas. El unicornio seguía mirándola, situado sobre el tejado de la buhardilla vecina. Su color nieve destellaba con más fuerza esa noche. Lunattic aplastaba su mano en el cristal de su ventana. Emilio le hablaba con la mirada. Ella seguía negando. Emilio no se podía ir. Pero él seguía infundiendo ganas de arte en ella. Emilio se estaba muriendo. Aquellos seres caprichosos se dejaban ver solo por ojos soñadores. Y estos, también se estaban yendo. La gente ya no perseguía sus sueños, tenían miedo. La magia daba sus últimos destellos. Emilio también se iba. Él se quedaría instalado en el recuerdo y ya nunca más lo volverían a ver por el cielo. Su silueta se iba difuminando poco a poco, como si un dedo borrara la línea que separaba la realidad de la imaginación. Se marchaba. Lunattic lloraba. La magia se acababa. Destellos salían de los ojos de Emilio, hasta que su cuerpo quedó suplantado por el vacío.
-Volverás… tú y todos los demás…
Sentenció Lunattic. París enmudeció. La ciudad de la luz se apagaba. La cuna de escritores malditos y músicos rebeldes ennegrecía. Los soñadores morían.


(relato para la antología de W.)